Título: Más allá de la minería: (la)mentar, (en)mendar y (re)memorar Pachamama Autor: Thomas Heyd. Profesor de Estética. Ecologista. Sinopsis: Explotar la tierra a través de la minería es exponerla. Es pelar la fina capa de vida que cubre el suelo dejando al descubierto la tierra de nuestras tumbas. En este ensayo voy a describir mis experiencias con tres formas de lidiar con el suelo una vez que se ha pelado su capa protectora, la piel que lleva la vida. En una mina antigua vi intentos de recuperación del funcionamiento natural, intentos de esconder las cicatrices a futuros transeúntes. En otra mina vi los huecos en el suelo, abiertos, sin atender, como testimonio de la lucha humana con el terreno. Pero también he visto una mina convertida en obra de arte. Voy a enfocar el presente ensayo en mi experiencia con esta tercera forma de hacer las paces con la tierra, el arte de recuperación, una actividad tan enigmática como controvertida. |
... la obra de arte Herbert Marcuse Obra de la tierra Sin Título, de Robert Morris (Mina Johnson #30) del año 1970. |
MÁS ALLÁ DE LA MINERÍA: (LA)MENTAR, (EN)MENDAR Y (RE)MEMORAR LA PACHAMAMA Explotar las minas, enmendar y lamentar la tierra Crecí en España, un país conocido desde los albores de la historia por sus minas. Durante todo el tiempo en que viví en las afueras de mi idílico pueblo en las costas del Mediterráneo, escuché las operaciones de extracción de grava en el valle cercano. Luego me mudé a Calgary, en el oeste de Canadá. A menudo, los fines de semana, solía hacer caminatas o excursiones de ski a campo traviesa en el Parque Nacional Banff. El camino que recorría hacia las montañas estaba signado por el humo y el polvo que emanaban de la fábrica de cemento ubicada a orillas del parque. En ocasiones subía el Monte Allan, lugar del controvertido centro de esquí creado para los Juegos Olímpicos, que se encuentra en la zona “multiusos” de Kananaskis Country, espacio provincial que es antesala al Parque Nacional Banff. A un cuarto del camino hacia la cima, me recibía un cartel que signaba que este era el sitio de una vieja mina de carbón, hoy recuperado. Muchas veces caminé por esa zona sin notar evidencia alguna de la antigua mina, a excepción quizás de algunos rastros de polvo de carbón mezclados con la tierra. El pasto cubría casi toda la ladera escalonada y desarbolada, y sólo el camino erosionado que se cortaba abruptamente a orillas del precipicio, donde imagino habría estado la mina, daba una pista de que alguna vez hubo actividad humana en la zona. Cuando no me era posible dejar la ciudad, frecuentemente caminaba por Nose Hill, uno de los montes de poca pendiente que rodea el corazón de Calgary, en el valle del río Bow. La mayoría de las laderas de Nose Hill estaba cubiertas por vegetación típica de la región de Las Praderas norteamericanas y grupos aislados de álamos temblones subdesarrollados por las duras condiciones ambientales de esta semi-estepa. Pero en la cima de la loma todo cambiaba. Como por años se había explotado la cumbre de esta vieja morrena para extraer grava, el paisaje le recordaba a uno el de la superficie de la luna. Aquí sólo había charcos de agua estancada y aquí ni podíamos encontrar la escasa vegetación de las laderas, excepto por cardos que cubrían el foso desnudo, comido por las máquinas. Si la minería, o la minería que desarrollamos al paso en que lo hacemos hoy por hoy, es necesaria, es tema de debate. En todo caso, la pregunta que debemos hacernos es qué hacer cuando cesa la explotación. ¿Deberíamos, como en el caso del Monte Allan, intentar subsanar lo hecho a través de trabajos de recuperación para esconder nuestra presencia anterior en el lugar? Últimamente se ha castigado duramente esta postura tachándola de imposible o de hipócrita. La preocupación latente es que si se enmascara la actividad humana a través de actividades de “restauración” o “recuperación” para que parezca el resultado de procesos naturales, esto no es diferente de una falsificación, en el sentido en que nada de lo que podemos hacer los seres humanos es otra cosa que un artefacto. La consecuencia más temida de los trabajos de restauración o recuperación es que éstos puedan ser usados para justificar más incursiones en áreas hoy protegidas y ubicadas, por ejemplo, en parques nacionales o refugios de vida silvestre. ¿Entonces qué alternativa tenemos? ¿Deberíamos dejar los sitios de explotación, como la mina de grava de Nose Hill, abandonados a su propia suerte, para que los hijos de nuestros hijos sigan preguntándose cómo se pudieron haber creado lugares tan inhóspitos? Aunque la industria minera pueda resultar necesaria para centros urbanos en crecimiento, los sitios de explotación donde se ha perturbado la tierra de este modo siempre tienen en mí un efecto sobrecogedor. Consciente de que las excavaciones en el terreno probablemente no se detengan hasta que se haya dado vuelta la última piedra, a mí me parece que los sitios de explotación minera son como los viejos campos de batalla europeos: un llamamiento al lamento por las llagas futuras al igual que por las del pasado. A fines de los años sesenta, un grupo de artistas abandonó sus estudios y atéliers, y literalmente “trabajó” la tierra creando lo que se llamaban “earthworks”. Muchas de sus obras de arte fueron controvertidas desde el punto de vista ético tanto como del estético: debido a su aspecto exterior no se las consideraba diferentes de la minería u otras operaciones de explotación del suelo. Sin embargo, algunos de estos artistas eligieron trabajar en lugares que habían sido utilizados con anterioridad (realizando un tipo de “reciclaje”), en busca de contribuir con una dimensión estética a la recuperación de la tierra. Se podría decir que estaban más interesados en ayudarnos a rememorar y honrar la tierra que en enmendarla o lamentarla. Esta idea despertó mi curiosidad. Decidí investigar por mi cuenta, y hace un tiempo encontré Sin Título de Robert Morris (Mina Johnson # 30) del año 1970. Rememorar la tierraIndistinto desde afuera, en un primer momento pasamos por alto el lugar, pero después lo descubrimos y regresamos. El sitio está ubicado en la ladera escarpada de un cerro, rodeado a medias de un camino de dos carriles muy transitado. Se oyen camiones que escalan estrepitosamente la pendiente en primera. Se ven y oyen aviones que vuelan por encima de nosotros cada unos minutos que vienen del aeropuerto de Seattle-Tacoma. A lo lejos se distingue un trayecto de los seis carriles de la autopista interestatal 5 con su tránsito lento. Nos damos cuenta que este lugar está plenamente encallado a esa USA de las megalomanías que a los canadienses sigue provocándonos náusea, por mucho que los estilos de vida en los dos países paulatinamente se vayan asemejando a través de esa frágil frontera protectora. Del cielo plomizo en la hora del crepúsculo cae una llovizna ligera pero constante. Una mujer se detiene para llevarnos mientras subimos con paso cansino la cuesta, a unos metros de haber detenido nuestro auto al costado del camino. Pensó que habíamos tenido problemas mecánicos. Así de servicial es la gente del lugar: humanidad sorprendente pero no poco común en ese mismo país en que todo está al servicio de la ganancia individual. Cuando miramos hacia arriba, en dirección al cerro, vemos dos torres de tendido eléctrico de alta tensión en zigzag. Alrededor del lugar propiamente dicho, apenas más allá de una cerca, retamas, especie foránea y invasora de ecosistemas, procedente de la vieja Europa. Hacia abajo, en el valle, los techos de los parques industriales de Kent llenan la planicie. ¿Qué lugar es éste? Mi compañera se burla de que yo lo llame arte. Todavía mucho menos tolera que lo llame “magnífico”. Se ve un foso con cinco terrazas anchas al lado de la ladera, y tres al lado del valle. Las terrazas están cubiertas de pastos altos, amarillentos y dorados, caídos como mechones de cabello. Cada una de las terrazas sigue una línea ondulante que conecta dos óvalos. Me recuerda la forma en que se representan a los embriones en el útero; aquí la “cabeza” se ubica hacia arriba a lo largo de la pendiente, y la “panza” se abriga contra la ladera. Parado en el borde de la loma que forman las tres terrazas, mirando hacia el valle, uno se siente expuesto, totalmente a la merced de ese ambiente caóticamente ruidoso e hiperactivo. Ni bien uno comienza a descender las terrazas hacia el foso, el estrépito del lugar se ensordece. Abajo, en el fondo finalmente, uno se siente en un espacio privado, personal, protegido. Los camiones que suben la cuesta, aún visibles donde convergen el campo visual y el camino, y el continuo tráfico aéreo, ahora importan menos. Es un lugar para mirar hacia arriba, a las curvas danzantes de las terrazas, a los manojos de pastos dorados. Mientras uno camina por el sorprendentemente seco (debido a los buenos desagües) fondo del foso, uno siente las caricias del terreno generosamente ondulante. En el ojo de este hueco profundo y ancho, uno de repente se da cuenta de que está mucho más expuesto a las miradas curiosas que antes, cuando estaba en el borde. La sensación de estar a la vista de repente compite con el sentimiento de privacidad que se notó en un principio. ¿Qué era este lugar antes de convertirse en el “Sitio de Robert Morris”? Aparentemente era una mina de grava. Ciertamente había sido una herida a lo largo de la ladera escarpada. Y ahora, ¿qué es? No es una celebración de la naturaleza. La naturaleza se yergue estoica como telón de fondo, como me hace notar mi compañera, representada por una pared oscura de coníferas en la cima del cerro. Este lugar no constituye una “recuperación de la naturaleza”, lo que sea que esta paradójica expresión quiera decir. Es una creación que utiliza el foso excavado y desnudo de una mina de grava, los estrepitosos seres humanos motorizados del camino adyacente y en el cielo, las coníferas abrumadoras en su negrura, que se ciernen sobre la sierra arriba de nosotros, y las exóticas retamas al costado, y, sorprendentemente, lo transforma todo en un lugar de sensualidad. Es un lugar de belleza sensual, a pesar del alboroto omnipresente. Bajando la empinada cuesta por la banquina, de regreso a nuestro vehículo, noto la manera en que este lugar se esconde de repente detrás de sus enormes paredes exteriores. Desde afuera y debajo del borde de la fosa, parece simplemente un montón de grava acumulada, mal puesta, que ofrece al ojo inquisidor como mucho algunas zarzas espinosas y unos álamos jóvenes. Desde afuera. Más tarde, de vuelta en casa en mi ambiente urbano y académico de mi tranquila ciudad canadiense, intento descubrir qué es lo que Robert Morris tenía en mente cuando construyó este sitio. Descubrí que era parte de un experimento a gran escala. La Comisión para el Desarrollo de las Artes junto con la Secretaría de Obras Públicas del distrito King de Seattle decidieron solventar la recuperación de ocho sitios de la región severamente lesionados ecológicamente, que incluían tanto minas de grava como un espacio abandonado de alta polución sonora a lo largo del aeropuerto de Seattle-Tacoma. La idea parece haber sido unir la disponibilidad de abundante “materia prima” para obras en la tierra (earthworks), que de repente se habían puesto de moda, con la redentora fuerza del arte con el objeto de crear una nueva forma de recuperar el suelo. Me pregunté por qué fueron invitados artistas para crear estas obras de recuperación. Me pregunté, del mismo modo que lo había hecho Nancy Foote (1), ¿por qué no se dejaban estos sitios en manos de parquizadores profesionales para convertirlos en “parques,” con todas las “‘comodidades típicas para los transeúntes': bancos, mesas para merendar, playas de estacionamiento y cestos de basura” que el público probablemente prefiere al arte? Llegué a la conclusión que quizás permitir que los artistas se hicieran cargo de estos lugares constituyó un gesto conveniente para ciertos sectores al retirarle la responsabilidad a los que realmente están encargados de cuidar tales lugares: las autoridades públicas que administran, o por lo menos autorizan, la transformación de los espacios naturales en fuentes de productos, y en basurero, para la industria y el consumo. Quizás se creyó que si se podía transformar una mina de grava o un basural en una obra de arte, aquellos que la observaran se olvidarían de los problemáticos antecedentes y la naturaleza arruinada en los derredores de aquellos lugares. La distracción como estrategia para inducir la falta de conciencia ha funcionado exitosamente en otras ocasiones. Lo que nos lleva a preguntarnos, como apuntó mi compañera, ¿qué hace que ésto sea arte? Es decir, ¿por qué no deberíamos verlo como parquización intelectualizada con nombre bonito? Más aún, ¿con qué parámetros hay que evaluar estos híbridos de jardinería, escultura y tierra recuperada? El arte se distingue del resto de los otros productos humanos por su perfección y por su habilidad de ir más allá de lo cotidiano. Creo que las obras de la tierra (earthworks), obras de arte formuladas específicamente para sitios determinados, son lo que el filósofo Michel Foucault llama heterotopías (2). Es decir, estas obras son ejemplos de esos espacios que desafían a todos los otros espacios por ser “tan perfectos, tan meticulosos, tan bien planeados como”, en contraste, nuestros espacios comunes “son caóticos, mal construidos y desordenados.” Sin embargo, no hay que suponer que tales obras de arte necesariamente se constituyen en “ilusiones bonitas” con el objeto de sacar la atención de lo cotidiano. Pensando en el sitio de Robert Morris, siento que tiene una cierta perfección expresada en su diseño tal que nos provee un encuentro con la belleza. En principio siento que, como epígrafe de sensualidad rodeada por unos derredores muy ecológicamente dañados, este sitio me distrajo de la dura realidad de la vida cotidiana del mismo modo que lo harían una película o novela escapistas. Pero luego noto que esta obra de arte sólo apagó el rugido de la artificialidad todo-abarcadora que la rodea por todos lados justamente para atraer más mi atención a esa misma artificialidad. Al fin y al cabo, al intentar descifrar esta obra de arte se me impuso en el consciente la realidad del incesante, abrumador tráfico automovilista y aéreo que constituyen su fondo gris. El sitio atrajo y endulzó mi mirada con sus contornos ondulantes, mientras también miramos unos extraños troncos, cortados de la altura de un hombre, cubiertos de un oscuro material óleo conservante: el único recordatorio de que este lugar alguna vez pueda haber sido parte de un bosque. La solemne pared de coníferas abrumadoras que se cernía sobre la cima del cerro, ubicada más allá de los confines de la obra de arte, confirma severamente el carácter anti-ilusorio de esta obra de arte. Del “Discurso de Apertura” de Morris en la inauguración de estas obras de recuperación aprendí que le había advertido al público que “sería quizás una suposición equivocada imaginar que los artistas contratados para trabajar sobre paisajes destruidos por la industria eligen invariable y necesariamente convertir tales predios en lugares idílicos y reconfortantes, para de esta forma redimir a aquellos que arruinaron el paisaje en primer lugar.” (3) De hecho me parece que al reemplazar la vieja mina con una obra de arte, Morris consigue magistralmente hacernos reflexionar sobre el carácter desnaturalizado del lugar. Paradójicamente, la obra reemplaza al sitio mientras también preserva su historia. Esta obra de arte de recuperación convierte la inmolación de la naturaleza en belleza, mientras pone a la vista esa misma inmolación. (4) Thomás Heyd Notas (1) Nancy Foote, "Monument--Sculpture--Earthwork" Artforum , Vol. 18, No. 2 (Octubre 1979), 32-37, p. 37. (2) Michel Foucault, “Of Other Spaces”, diacritics , Primavera 1986, 22-27, p. 27. (3) John Beardsley, Earthworks and Beyond (New York: Abbevile/Cross River Press, 1984), p. 94, citando Robert Morris, "Robert Morris Keynote Address," en Earthworks: Land Reclamation as Sculpture (Seattle: Seattle Art Museum, 1979), p. 16. (4) Le debo las gracias de forma especial a Lisa Edwards, quien me acompañó para conocer la obra de Robert Morris, y con la que tuve muy estimulantes discusiones al respecto. También le estoy sumamente agradecido a Guillermo Badenes por la excelente traducción de mi texto “After Mining: Mending, Mourning, and Minding Land”. Soy responsable, por supuesto, por los neologismos y posibles errores que este texto contiene. |